miércoles, 27 de agosto de 2008

Desierto.


El hombre no se detuvo, continuó caminando. No servía de nada detenerse. A veces
giraba su cuello para observar lo que dejaba atrás. Sólo veía arena reflejando el
ocaso en la inmensidad absoluta. El hombre, como si se tratara de una marcha,
golpeaba el suelo con la destreza de un carabinero. Siempre a la búsqueda de la
vegetación. Una sonrisa rompía la seriedad de su rostro cuando encontraba un
árbol o una flor. Los tomaba entre sus manos, pero al darle la espalda todo se
transformaba lentamente en dunas, en nada. El pasto que reverdecía y se movía
con el viento, se secaba con una rapidez jamás vista, ningún ojo humano podía
explicar este suceso. A un segundo paso, el pasto se hacía polvo. Al tercero, la tierra
se agrietaba. Y al cuarto, las arenas lo inundaban todo.
Todos los hombres de la tierra advirtieron el problema, se reunieron a discutir. Y al
no encontrar una solución más razonable que asesinarlo planearon esperarlo en un
bosque. Esperaron a que tocara la hierba.
Como un niño, el hombre dibujó en sus ojos la armonía de la hoja, observó cada
una de sus células y les puso nombre, las nombró clorofila, hoja, planta, árbol,
selva, bosque, mundo.
El hombre calló al suelo, y rebotó dos veces sobre él. Sus ojos se desorbitaron, sus
manos se tornaron tensas. Su boca dejó escapar un quejido. En el suelo sintiéndose
solo y abatido, lloró. Uno de los hombres se acercó a él y compadecido le preguntó:
-¿Cómo te llamas? El hombre intentó por un largo segundo levantar su rostro y
como si quisiera volver a llorar contestó:
-¡Hombre, me llamo Hombre!

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