miércoles, 6 de mayo de 2009

Réquiem por un Mago de Sonrisa Dulce.



Rafael Mendoza el Viejo (*)


Homenaje al Mago Barú, que está haciendo magias en algún lugar del Universo


SAN SALVADOR - A José Ricardo Barahona, mi compañero que fue de zanganadas colegiales durante toda la década de los cincuenta, allá en el siempre bien recordado Liceo (Salvadoreño) viejo, un mal día le entró una enfermedad que le exigió reposo absoluto y, por ende, encamarse por un tiempo. Su padre, pensando en algo entretenido que distrajera a nuestro enfermo amigo de su padecimiento y mitigara su impaciencia por levantarse, le llevó cierto día un librito de trucos de magia. ¡No se le pudo ocurrir otra cosa al buen señor! El loco –que así le decíamos desde entonces a Ricardo por sus manifestaciones extravagantes que eran más extremos de jovialidad y ludimiento que otra cosa- se deschavetó más con aquel elemental manual de prestidigitación -que muy pronto cambió por métodos más exigentes- y desde entonces nadie pudo sacarle de la praxis de ese arte malabárico que, si bien no llevó nunca a niveles de taumaturgia, rayó los lindes del ilusionismo, como lo demuestra esa experiencia que Manuel Sorto nos describe en ContraPunto donde me enteré de que nuestro amigo Ricardo, mejor conocido como Barú en el ambiente bohemio de la capital, no pudo resistir los pases que la parca vino a hacerle con su varita insobornable mientras libraba su última batalla contra una neumonía.

¡Quién no recuerda a Barú con sus trajes tan peculiares: aquella especie de albornoz que usó durante un tiempo, acompañado de un chacó rojo a lo turco; en otros, con algún otro tipo de sombrero encontrado, quizá, en algún desván de su propia casa o en la de algún vecino; y en los últimos meses con un largo abrigo, pero siempre con su inseparable cayado, como peregrino por el Camino de Santiago, cual trashumante en busca de su alma, tal que profeta siguiendo a pie célere el arcano llamado de algún demiurgo o de Psyqué.


Con algunas vestimentas de esas se lució en fiestas de cumpleaños de mis hijos, quienes con sus amiguitos se maravillaban al ver cómo aquel personaje bonachón de ojos encendidos y sonrisa dulce hacía desaparecer monedas, cartas, pañuelos y otros objetos que, junto a otros chécheres extraños, formaban parte de la parafernalia fascinante de “El Gran Barú”.


La última vez que compartí tiempo y ánimos con este amigo fue en El Café Laté. Al ir a abrazarme cuando escuchó mi saludo me dijo: “¿Te acordás de Rafael Mendoza?... ¡Aquel es liceista y además es pueta!”… Alguien le sacó de su desfase y cuando reparó que acababa de abrazar precisamente a quien había nombrado, me abrazó nuevamente.


En verdad representaba toda una prueba de amor por un amigo soportar el golpe extremadamente recio, de profundis, que los humores emanados de aquella presencia (con todo y ser tan simpática), cuanto más de su vestimenta, autoexiliados ambos de baños y lavatorios desde hacía mucho tiempo, descargaban sobre las vías respiratorias superiores de quien se exponía a tal demostración de verdadera amistad. Huelga explicar lo referente a la prueba del rocío salivar que el amigo espetaba sobre el malhadado interlocutor que, con su oído a menos de cinco centímetros de proximidad del aparato fonador de aquel, pretendía ponerle atención en medio de una tanda de música tropical acompañada con alaridos de los más frenéticos discípulos de Baco (incluído el pintor Julio Reyes, que ya en estado ataráxico trataba de reponerse de los efectos de dos caídas de taburete en la cuenta). Soporté ambos suplicios con una buena dosis de sincera comprensión por la inveterada vesania del amigo.


Mis acompañantes y yo le invitamos a nuestra mesa y brindó con nosotros. Yo llevaba conmigo el libro de poemas míos y de mis hijos que recién había salido de imprenta y se lo entregué. El lo recibió con júbilo y creo que hasta con orgullo. Después desaparecieron la noche y él.


Cuando compartíamos calles, aulas y sueños con José Ricardo Barahona “Barú”, él vivía en una casa situada en la cuarta avenida sur de la capital, entre las calles sexta y octava oriente, cincuenta metros abajode donde las “diuk” (familia Duke) y casi frente a donde vivía Armandito Llanos, o sea pegado a la residencia del doctor Rafael Gonzalez Bonilla, quien tenía dos hijas gorditas a las que Ricardo hubiera querido hacerles un encantamiento. En la siguiente esquina vivían los “Samayoas” y en la de enfrente a esta, las niñas Rivas. Exiliado del hogar de mi padre, llegué yo a vivir en la casa colindante a la de estas hermanas, que había sido residencia de la maestra francesa Cecilia Chery.


Ahí cambió mi vida, no por propia voluntad. La de Ricardo ya andaba bien metida en trucos más sorprendentes. Un par de años más tarde dejamos de vernos. Y nos reencontramos cuando él andaba ya en esa alfombra mágica que dio en usar cuando su inteligencia optó por la sublime decisión de lanzar la cordura por la borda de la realidad.


Descansa ya en paz, querido Barú, junto a Merlín, los 3 de Oriente y el de Oz. Te lo mereces. Ya estabas muy cansado de caminar y no en busca de un tiempo perdido.


Nosotros seguiremos observando los trucos que siguen haciendo en este mundo esos practicantes de la magia negra que son los políticos, los trapecistas financieros, los Houdinis de los impuestos y los funcionarios públicos que hacen desaparecer las pruebas que incriminan a los anteriores dentro de esta carpa circense llamada Democracia.


(*) Escritor y colaborador de ContraPunto.

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